Y una vez aquí, ¿qué? Deficiencias del sistema de asilo español
Cuando en estos días se cumplen dos años de la muerte de 15 personas en la frontera de Tarajal, y ante las más de 3.700 muertes durante el pasado 2015 en el Mediterráneo, se hace evidente que un cierre de fronteras no es la solución. Y no solo porque el primer derecho vulnerado es el derecho a migrar, y a hacerlo de forma segura; también porque quienes arriesgan su vida para llegar a Europa no tienen nada que perder, salvo la certeza casi absoluta de la muerte en sus países de origen.
Pero llegar a Europa no es, ni mucho menos, el final del camino: queda aún por alcanzar un logro que requiere otro esfuerzo titánico: rehacer la vida en un país que no es el propio.Teniendo en cuenta la inexcusable falta de voluntad política para evitar o acabar con los conflictos que generan la salida masiva de personas desde su lugar su origen, nos enfrentamos a un doble reto: cómo regular la entrada de personas a Europa, y cómo atenderlas una vez aquí. La revisión del sistema de asilo español es urgente. Si su objetivo es amparar a quienes asiste la Protección Internacional, de modo que accedan con la mayor normalidad posible a una nueva vida, el fracaso es evidente.
El primer contacto con España se produce muchas veces en la frontera de Melilla, desde donde se traslada al CETI a los migrantes. La mayoría llegan extenuados y arruinados, tras verse obligados a pagar a los traficantes de personas para atravesar unas fronteras que se cierran a cal y canto.
Aunque se diseñó como centro administrativo, el CETI se ha convertido en una especie de cárcel cuyos internos quedan atrapados por un tiempo indeterminado, dificultándose su acceso a la península. Del Centro solo se puede salir cuando se aparece en una lista publicada semanalmente. El número de residentes duplica su capacidad, cuando no la triplica. Quienes han pasado por él denuncian el hacinamiento, la falta de información, la separación de las familias basándose en el género de sus miembros o las dificultades de higiene, por poner solo unos ejemplos.
La frustración que implica encontrarse atrapados ya en suelo europeo tras recorrer miles de kilómetros provoca la desesperación de estas personas. Los criterios para confeccionar la lista son un misterio, y parecen cambiar aleatoriamente, de modo que hay quienes llegan a permanecer en este centro ocho meses, como es el caso de los 18 refugiados que iniciaron una huelga de hambre en las pasadas semanas, con el fin de que se les concediera el permiso para salir de Melilla.
Cuando por fin se abandona el CETI, las personas solicitantes de asilo en España ingresan en un Centro de Atención al Refugiado. Algunos de estos centros son gestionados directamente por el Ministerio de Empleo, aunque en su mayoría se encargan de ello tres ONG (Cruz Roja, ACCEM y CEAR), para lo que reciben una subvención pública. Allí se ofrece a las personas refugiadas manutención, alojamiento, clases de español y apoyo psicológico.
También tienen derecho a la escolarización obligatoria, a la sanidad pública y a una pequeña ayuda económica mensual, cuya cuantía depende del centro: tampoco en este caso se sabe el criterio aplicado, aunque suelen asignarse entre 25 y 50 € mensuales por persona. En los CAR puede permanecerse hasta seis meses. Una vez más, el periodo de estancia depende de un arbitrio ajeno a las propias personas interesadas. El plazo coincide también con la concesión del permiso de trabajo.
Medio año durante el cual se come, se duerme, se reciben un par de clases de español a la semana y alguna consulta con un psicólogo, que casi nunca domina el idioma de su paciente; compartiendo espacio con desconocidos, siguiendo unos horarios impuestos por las lógicas necesidades organizativas del centro, que no puede abandonarse ni siquiera unos días salvo permiso expreso; en caso contrario, supondría la pérdida del derecho al acceso al sistema de asilo durante al menos seis meses.
Lo mismo sucede cuando se infringe alguna de las normas del centro. La sensación de infantilización es una queja habitual entre muchas de las personas que han pasado por un CAR, y se ve reforzada por la falta de información. Las condiciones internas dependen mucho del centro. Es una cuestión, de nuevo, subordinada al azar.
Una vez fuera del CAR, nuestro sistema de asilo cuenta con una segunda fase, en la que se tiene derecho a una pequeña ayuda para la manutención. Se trata de un laberinto burocrático en el que nadie orienta a quienes se enfrentan aún con dificultades idiomáticas que en muchos casos no se han resuelto del todo, diferencias culturales, traumas psicológicos provocados por la situación que los obligó a abandonar su país… a lo que se suman las enormes dificultades de arraigo e inserción y los prejuicios de los arrendatarios para alquilar su casa a solicitantes de asilo, a pesar de que el pago de la cuota está garantizado institucionalmente, ya que la ayuda para el alquiler no pasa por las manos de la persona solicitante de asilo, sino que se traslada directamente al propietario.
Aunque sí en la teoría, en la práctica no hay un periodo fijo para la duración de estas ayudas de segunda fase. Cuando éstas se agotan, los solicitantes de asilo deben afrontar por su cuenta todas las dificultades que se derivan de establecerse definitivamente en un país extranjero. Así, existen casos en los que varias familias conviven en un piso, ante la imposibilidad de hacerlo por separado. Otras están a la espera de ser desahuciadas.
No existen facilidades específicas para, por ejemplo, continuar unos estudios que se truncaron al abandonar el país de origen. En definitiva, una carrera de obstáculos para su integración que, lejos de amparar a las personas bajo protección internacional, genera, paradójicamente, demasiadas situaciones de exclusión social y desarraigo.Esta situación de vulnerabilidad y de marginación no es sino caldo de cultivo para los extremismos, y una prueba más del fracaso de los planes multiculturales o de asimilación europeos que no proporcionan las herramientas necesarias para que estas personas puedan desarrollarse plenamente en los países de destino.
Todo este peregrinaje por el sistema de asilo español se impone, en muchos casos, a las personas que se ven abocadas a solicitar Protección Internacional en España tras aplicárseles el Convenio de Dublín, por el que no se puede interponer la solicitud en el país final de destino, sino en aquel por el que se accedió al espacio Schengen. La sensación de haber fracasado es absoluta.
Una vez en España, se suele reingresar en el sistema de asilo, lo que muchas de las personas afectadas ven como un retroceso. Por si todo ello fuera poco, saltan cada día noticias de cómo son tratados en Europa quienes deberían estar protegidos: medidas como la confiscación de bienes, el señalamiento, o plantearse modificar el salario mínimo en el caso de contratación de personas refugiadas representan no solo una vulneración de sus derechos; son una amenaza para todas.
Asistimos al auge del racismo, el fascismo y la xenofobia en una nueva instrumentalización de la injusticia que, una vez más, enfrenta a los pobres contra los pobres. Ante una situación nueva, al menos por su envergadura, se hace imprescindible dotarse de nuevas soluciones, sin mermar los ya escasos recursos destinados a atender a quienes, independientemente del lugar donde hayan nacido, lo necesitaban hasta ahora.